2
EL ACUSADO
Otto Adolf Eichmann,
hijo de Karl Adolf y Maria Schefferling, detenido en un suburbio de
Buenos Aires, la noche del 11 de mayo de 1960, y trasladado en avión,
nueve días después,
a Jerusalén, compareció ante el tribunal del
distrito de Jerusalén el día 11 de abril de 1961,
acusado de
quince delitos, habiendo cometido, «junto con otras personas»,
crímenes contra el
pueblo judío, crímenes contra la humanidad y
crímenes de guerra, durante el período del régimen
nazi, y, en
especial, durante la Segunda Guerra Mundial. La Ley (de Castigo) de
Nazis y
Colaboradores Nazis de 1950, de aplicación al caso de
Eichmann, establecía que «cualquier persona
que haya cometido uno
de estos... delitos... puede ser condenada a pena de muerte». Con
respecto a
todos y cada uno de los delitos imputados, Eichmann se
declaró «inocente, en el sentido en que se
formula la acusación».
¿En qué sentido se
creía culpable, pues? Durante el largo interrogatorio del acusado,
según sus
propias palabras «el más largo de que se tiene
noticia», ni la defensa, ni la acusación, ni ninguno de
los tres
jueces se preocupó de hacerle tan elemental pregunta. El abogado
defensor de Eichmann, el
doctor Robert Servatius, de Colonia, cuyos
honorarios satisfacía el Estado de Israel (siguiendo el
precedente
sentado en el juicio de Nuremberg, en el que todos los defensores
fueron pagados por el
tribunal formado por los estados victoriosos),
dio contestación a esta pregunta en el curso de una
entrevista
periodística: «Eichmann se cree culpable ante Dios, no ante la
Ley». Pero el acusado no
ratificó esta contestación. Al parecer,
el defensor hubiera preferido que su cliente se hubiera declarado
inocente, basándose en que según el ordenamiento jurídico nazi
ningún delito había
cometido, y en que, en realidad, no le
acusaban de haber cometido delitos, sino de haber ejecutado
«actos
de Estado», con referencia a los cuales ningún otro Estado que no
fuera el de su nacionalidad
tenía jurisdicción, y también en que estaba obligado a obedecer
órdenes que se le daban, y que, dicho sea en las palabras empleadas
por Servatius, había
realizado hechos «que son recompensados con
condecoraciones, cuando se consigue la victoria, y
conducen a la
horca, en el momento de la derrota». (En 1943, Goebbels había
dicho: «Pasaremos a
la historia como los más grandes estadistas de
todos los tiempos, o como los mayores criminales».)
Hallándose fuera de
Israel, en una sesión de la Academia Católica de Baviera, dedicada
a lo que el
Rheinischer Merkur denominó el «delicado problema» de
las «posibilidades y los límites de
determinar las
responsabilidades históricas y políticas, mediante procedimientos
jurídicos penales»,
el abogado Servatius fue todavía más lejos,
y declaró que «el único problema jurídico penal que en
puridad
se daba en el juicio de Eichmann era el de dictar sentencia contra
los ciudadanos israelitas
le capturaron, lo cual todavía no se ha
hecho». Incidentalmente, debemos advertir que esta
manifestación
mal puede armonizarse con las repetidas y harto difundidas
declaraciones de
Servatius hechas en Israel, en las que decía que
la celebración del juicio debía considerarse como
«un triunfo del
espíritu», y lo comparaba favorablemente con el juicio de
Nuremberg.
Muy distinta fue la
actitud de Eichmann. En primer lugar, según él, la acusación de
asesinato era
injusta: «Ninguna relación tuve con la matanza de
judíos. Jamás di muerte a un judío, ni a persona
alguna, judía o
no. Jamás he matado a un ser humano. Jamás di órdenes de matar a
un judío o a una
persona no judía. Lo niego rotundamente». Más
tarde matizaría esta declaración diciendo:
«Sencillamente, no
tuve que hacerlo». Pero dejó bien sentado que hubiera matado a su
propio padre,
si se lo hubieran ordenado. Una y otra vez repitió
(ya había dejado constancia de ello en los
llamados «documentos
Sassen», es decir, en la entrevista celebrada el año 1955, en
Argentina, con
el periodista holandés Sassen, antiguo miembro de
las SS, fugitivo también de la justicia, que, tras
la captura de
Eichmann, fue publicada por Life, parcialmente, en Estados Unidos y
por Stern en
Alemania) que tan solo se le podía acusar de «ayudar»
a la aniquilación de los judíos, y de
«tolerarla», aniquilación
que, según declaró en Jerusalén, fue «uno de los mayores
crímenes
cometidos en la historia de la humanidad». La defensa
hizo caso omiso de la teoría de Eichmann,
pero la acusación perdió
mucho tiempo en intentar, inútilmente, demostrar que Eichmann había
matado, con sus propias manos, por lo menos a una persona (un
adolescente judío, en Hungría), y
todavía dedicó más tiempo,
con mejores resultados, a cierta nota que Franz Rademacher, el
perito
en asuntos judíos del Ministerio de Asuntos Exteriores
alemán, había escrito en un documento
referente a Yugoslavia,
durante una conversación telefónica, cuya nota decía: «Eichmann
propone
el fusilamiento». Estas palabras eran la única prueba
existente de «orden de matar», si es que podía
considerarse como
tal.
(…).
8
LOS DEBERES DE UN
CIUDADANO CUMPLIDOR DE LA LEY
Sí vemos cómo
Eichmann tuvo abundantes oportunidades de sentirse como un nuevo
Poncio Pilatos y, a medida que pasaban los meses y pasaban los años,
Eichmann superó la
necesidad de sentir, en general. Las cosas eran
tal como eran, así era la nueva ley común,
basada en las órdenes
del Führer; cualquier cosa que Eichmann hiciera la hacía, al menos
así lo
creía, en su condición de ciudadano fiel cumplidor de la
ley. Tal como dijo una y otra vez a la
policía y al tribunal, él
cumplía con su deber; no solo obedecía órdenes, sino que también
obedecía
la ley. Eichmann presentía vagamente que la distinción
entre órdenes y ley podía ser muy
importante, pero ni la defensa
ni los juzgadores le interrogaron al respecto. Los manidos conceptos
de «órdenes superiores» y «actos de Estado» iban y venían
constantemente en el aire de la sala de
audiencia. Estos fueron los
conceptos alrededor de los que giraron los debates sobre estas
materias
en el juicio de Nuremberg, por la sola razón de que
producían la falsa impresión de que lo
totalmente carente de
precedentes podía juzgarse según unos precedentes y unas normas que
los
mismos hechos juzgados habían hecho desaparecer. Eichmann, con
sus menguadas dotes
intelectuales, era ciertamente el último hombre
en la sala de justicia de quien cabía esperar que
negara la validez
de estos conceptos y acuñara conceptos nuevos. Además, como fuere
que
solamente realizó actos que él consideraba como exigencias de
su deber de ciudadano cumplidor de
las leyes, y, por otra parte,
actuó siempre en cumplimiento de órdenes —tuvo en todo momento
buen cuidado de quedar «cubierto»—
.
(…).
Durante el
interrogatorio policial, cuando Eichmann declaró repentinamente, y
con gran énfasis,
que siempre había vivido en consonancia con los
preceptos morales de Kant, en especial con la
definición kantiana
del deber, dio un primer indicio de que tenía la vaga noción de que
en aquel
asunto había algo más que la simple cuestión del soldado
que cumple órdenes claramente
, tanto en su naturaleza como por la
intención con que son dadas. Esta afirmación
resultaba simplemente
indignante, y también incomprensible, ya que la filosofía moral de
Kant está
tan estrechamente unida a la facultad humana de juzgar
que elimina en absoluto la obediencia ciega.
El policía que interrogó
a Eichmann no le pidió explicaciones, pero el juez Raveh, impulsado
por la
curiosidad o bien por la indignación ante el hecho de que
Eichmann se atreviera a invocar a Kant
para justificar sus crímenes,
decidió interrogar al acusado sobre este punto. Ante la general
sorpresa, Eichmann dio una definición aproximadamente correcta del
imperativo categórico: «Con
mis palabras acerca de Kant quise
decir que el principio de mi voluntad debe ser tal que pueda
devenir
el principio de las leyes generales» (lo cual no es de aplicar al
robo y al asesinato, por
ejemplo, debido a que el ladrón y el
asesino no pueden desear vivir bajo un sistema jurídico que
otorgue
a los demás el derecho de robarles y asesinarles a ellos). A otras
preguntas, Eichmann
contestó añadiendo que había leído la
Crítica de la razón práctica.
Después, explicó que desde el
momento en que recibió el encargo de llevar a la práctica la
Solución Final, había dejado de vivir en
consonancia con los
principios kantianos, que se había dado cuenta de ello, y que se
había
consolado pensando que había dejado de ser «dueño de sus
propios actos» y que él no podía
«cambiar nada». Lo que
Eichmann no explicó a sus jueces fue que, en aquel «período de
crímenes
legalizados por el Estado», como él mismo lo denominaba,
no se había limitado a prescindir de la
fórmula kantiana por haber
dejado de ser aplicable, sino que la había modificado de manera que
dijera: compórtate como si el principio de tus actos fuese el mismo
que el de los actos del legislador
o el de la ley común. O, según
la fórmula del «imperativo categórico del Tercer Reich», debida
a
Hans Franck, que quizá Eichmann conociera: «Compórtate de tal
manera, que si el Führer te viera
aprobara tus actos» (Die Technik
des Staates, 1942, pp. 15 -16). Kant, desde luego, jamás intentó
decir nada parecido. Al contrario, para él, todo hombre se convertía
en un legislador desde el
instante en que comenzaba a actuar; el
hombre, al servirse de su «razón práctica», encontró los
principios que y debían ser los principios de la ley. Pero también
es cierto que la
inconsciente deformación que de la frase hizo
Eichmann es lo que este llamaba la versión de Kant
«para uso
casero del hombre sin importancia». En este uso casero, todo lo que
queda del espíritu de
Kant es la exigencia de que el hombre haga
algo más que obedecer la ley, que vaya más allá del
simple deber
de obediencia, que identifique su propia voluntad con el principio
que hay detrás de la
ley, con la fuente de la que surge la ley. En
la filosofía de Kant, esta fuente era la razón práctica; en
el
empleo casero que Eichmann le daba, este principio era la voluntad
del Führer. Gran parte de la
horrible y trabajosa perfección en la
ejecución de la Solución Final —una perfección que por lo
general el observador considera como típicamente alemana, o bien
como obra característica del
perfecto burócrata— se debe a la
extraña noción, muy difundida en Alemania, de que cumplir las
leyes no significa únicamente obedecerlas, sino actuar como si uno
fuera el autor de las leyes que
obedece. De ahí la convicción de
que es preciso ir más allá del mero cumplimiento del deber.
Sea cual sea la
importancia que haya tenido Kant en la formación de la mentalidad
del «hombre
sin importancia» alemán, no cabe la menor duda de
que, en un aspecto, Eichmann siguió
verdaderamente los preceptos
kantianos: una ley era una ley, y no cabían excepciones. En
Jerusalén,
Eichmann reconoció haber hecho dos excepciones. Durante
aquel período en que cada alemán, de
los ochenta millones que
formaban la población, tenía su «judío decente», Eichmann prestó
ayuda a
un primo suyo medio judío y a un matrimonio judío de
Viena, en cuyo favor había intercedido su
tío. Incluso en
Jerusalén, estas desviaciones le hacían sentirse un tanto
descontento de sí mismo, y
cuando en el curso de las repreguntas le
interrogaron al respecto, Eichmann adoptó una actitud de franco arrepentimiento y
dijo que había «confesado sus pecados» a sus superiores. Esta
impersonal
actitud en el cumplimiento de sus asesinos deberes
condenó a Eichmann ante sus jueces, mucho
más que cualquier otra
cosa, lo cual es muy comprensible, pero según él esto era
precisamente lo
que le justificaba, tal como anteriormente había
sido lo que acalló el último eco de la voz de su
conciencia. No,
no hacía excepciones. Y esto demostraba que siempre había actuado
contra sus
«inclinaciones», fuesen sentimentales, fuesen
interesadas. En todo caso, él siempre cumplió con su
deber.
El cumplimiento del
«deber» al fin le condujo a una situación claramente conflictiva
con las órdenes de sus
superiores. Durante el último año de la guerra, más de dos años
después de la
Conferencia de Wannsee, Eichmann padeció su última
crisis de conciencia. A medida que la derrota
se aproximaba,
Eichmann tuvo que enfrentarse con hombres de su propia organización
que pedían
insistentemente más y más excepciones, e incluso la
interrupción de la Solución Final. Este fue el
momento en que
abandonó las precauciones y, una vez más, se permitió tener
iniciativas; por
ejemplo, organizó las marchas a pie de los judíos
desde Budapest hasta la frontera austríaca,
después de que los
bombardeos de los aliados hubieran desbaratado el sistema de
transportes.
Corría el otoño de 1944, y Eichmann sabía que
Himmler había ordenado el desmantelamiento de las
instalaciones de
exterminio de Auschwitz y que la matanza de judíos iba a terminar.
En esta época,
Eichmann tuvo una de sus poquísimas entrevistas
personales con Himmler, en el curso de la cual se
dijo que este
gritó a aquel: «Si hasta el presente momento se ha dedicado usted a
liquidar judíos, de
ahora en adelante y hasta nueva orden se
dedicará usted a cuidar judíos, a ser su niñera. Debo
recordarle
que fui yo, y no el Gruppenführer Müller, ni tampoco usted, quien
en 1933 fundó la
RSHA. ¡Y aquí soy yo el único que da órdenes!».
El único testigo que podía corroborar lo anterior
era el muy
dudoso Kurt Becher. Eichmann negó que Himmler le hubiera gritado,
pero no negó la
realidad de la entrevista. Probablemente Himmler no
pronunció exactamente las palabras que se le
atribuyen, puesto que
seguramente sabía que la RSHA fue fundada en 1939, y no en 1933, y
no por
él sino por Heydrich, con su aprobación. Sin embargo,
probablemente ocurrió algo parecido a lo
relatado. Himmler, en
aquel entonces, daba órdenes a diestro y siniestro en el sentido de
que los
judíos debían ser bien tratados —eran su más «segura
inversión»— y la entrevista debió de
constituir una triste
experiencia para Eichmann.
Hannah Arendt
Eichmann en Jerusalén.
Eichmann en Jerusalén.
Un estudio acerca de la banalidad del mal
ACTIVIDADES.
- Busca información relevante sobre la autora del texto y la obra a la que pertenecen estos fragmentos.
- ¿Quién es Eichemann? ¿De qué le acusan?
- Explica por qué la acusación de asesinato era injusta, según él.
- ¿Se podía sentir como Poncio Pilatos?, ¿te parece normal sentirse así? Fundamenta tu respuesta.
- Busca información sobre la formulaciones del imperativo categórico de Kant. Explica cada uno de ellos. ¿Cómo lo interpreta Eichemann?
- Según la autora, ¿cómo podríamos explicar el imperativo categórico?
- Haz una redacción reflexionando entre el deber de obedecer y el deber de actuar bien según lo que has leído y aprendido en estas actividades. Incorpora en la respuesta frases del texto, datos sobre la autora o el libro, el imperativo categórico de Kant, etc.
- Intenta crear un microrrelato, un parapensar o un Poema Visual a partir de estas actividades. Manda tu propuesta a: filosofia.pintado@gmail.com