La
casa al otro lado de la calle tiene nuevos propietarios, una pareja
más o menos de su edad con hijos pequeños y un BMW. Él no les
presta atención hasta que un día llaman a su puerta.
- Hola, soy David Truscott, tu nuevo vecino. Me he dejado la lleve dentro de casa y no puedo entrar. ¿Me permitirías llamar por teléfono? –Y entonces, como una ocurrencia tardía-: ¿No te conozco?
Se
produce el reconocimiento. En efecto, ambos se conocen. En 1952,
David Truscott y él iban a la misma clase de sexto curso en la
escuela secundaria Saint Joseph. Él y David Truscott podrían haber
avanzado uno al lado del otro durante el resto de la enseñanza
media, de no ser porque David no entendía ni papa de álgebra, ni
siquiera lo más esencial, que la x, la y y la z estaban allí para
liberarte del tedio de la aritmética. David tampoco acabó de
manejarse con el latín… con el subjuntivo, por ejemplo. Incluso a
edad tan temprana, le parecía evidente que estaría mejor fuera de
la escuela, lejos del latín y el álgebra, contando billetes en un
banco o vendiendo zapatos.
Pero,
a pesar de que le abroncaban continuamente por no comprender las
cosas (broncas que él aceptaba aunque de vez en cuando las lágrimas
le empañaban las gafas), David persistió en sus estudios, sin duda
porque sus padres le obligaban a ello. Pese a las dificultades, se
las arregló para superar sexto y luego séptimo y así hasta décimo,
y ahora helo aquí, veinte años después, pulcro, vivaz y próspero,
y, según se revela, tan absorto en sus asuntos profesionales que por
la mañana, al salir de casa para ir a la oficina, se le ha olvidado
la llave dentro y, puesto que su mujer se ha llevado a los niños a
un fiesta, no puede entrar en su vivienda.
Y
a qué te dedicas? —le pregunta a David, más que curioso.
—Al marketing. Trabajo en el grupo Woolworth. ¿Y tú qué haces?
—Pues me encuentro entre una cosa y otra. He dado clases en una universidad de Estados Unidos, y ahora estoy buscando un puesto aquí.
—Bueno, hemos de reunirnos. Deberías venir a tomar una copa, a cambiar impresiones. ¿Tienes hijos?
—Soy un hijo. Quiero decir que vivo con mi padre. Se está haciendo mayor, necesita que cuiden de él. Pero pasa, hombre. El teléfono está ahí.
Así pues, David Truscott, que no entendía la x y la y, es un floreciente experto en marketing, mientras que él, que no tuvo la menor dificultad para entender la x, y la y, junto con otras muchas cosas más, es un desempleado intelectual. ¿Qué indica esto sobre el funcionamiento del mundo? Lo más evidente que parece indicar es que el camino que conduce a través del latín y el álgebra no es el camino hacia el éxito material. Pero puede indicar mucho más: que comprender las cosas es una pérdida de tiempo, que si quieres tener éxito en el mundo, una familia feliz, una bonita casa y un BMW no deberías tratar de comprender las cosas, sino tan solo sumar las cifras o pulsar los botones o hacer cualquier otra cosa que haga la gente de marketing y por la que son tan espléndidamente recompensados.
El caso es que David Truscott y él no se reunieron para tomar la copa prometida y mantener la charla prometida. Si algún atardecer resulta que él se encuentra en la parte delantera del jardín rastrillando hojas a la hora en que David Truscott regresa del trabajo, los dos se saludan como buenos vecinos, agitando la mano o inclinando la cabeza desde el otro lado de la calle, pero eso es todo. El ve un poco más a la señora Truscott, una mujer menuda y pálida que siempre está metiendo prisa a los niños para que suban o bajen del segundo coche pero David no se la ha presentado y él no ha tenido ocasión de hablar con ella. La vía Tokai es una avenida de mucho tráfico, peligrosa para los niños. No hay ninguna buena razón para que los Truscott crucen a su lado o para que él cruce al de ellos.
—Al marketing. Trabajo en el grupo Woolworth. ¿Y tú qué haces?
—Pues me encuentro entre una cosa y otra. He dado clases en una universidad de Estados Unidos, y ahora estoy buscando un puesto aquí.
—Bueno, hemos de reunirnos. Deberías venir a tomar una copa, a cambiar impresiones. ¿Tienes hijos?
—Soy un hijo. Quiero decir que vivo con mi padre. Se está haciendo mayor, necesita que cuiden de él. Pero pasa, hombre. El teléfono está ahí.
Así pues, David Truscott, que no entendía la x y la y, es un floreciente experto en marketing, mientras que él, que no tuvo la menor dificultad para entender la x, y la y, junto con otras muchas cosas más, es un desempleado intelectual. ¿Qué indica esto sobre el funcionamiento del mundo? Lo más evidente que parece indicar es que el camino que conduce a través del latín y el álgebra no es el camino hacia el éxito material. Pero puede indicar mucho más: que comprender las cosas es una pérdida de tiempo, que si quieres tener éxito en el mundo, una familia feliz, una bonita casa y un BMW no deberías tratar de comprender las cosas, sino tan solo sumar las cifras o pulsar los botones o hacer cualquier otra cosa que haga la gente de marketing y por la que son tan espléndidamente recompensados.
El caso es que David Truscott y él no se reunieron para tomar la copa prometida y mantener la charla prometida. Si algún atardecer resulta que él se encuentra en la parte delantera del jardín rastrillando hojas a la hora en que David Truscott regresa del trabajo, los dos se saludan como buenos vecinos, agitando la mano o inclinando la cabeza desde el otro lado de la calle, pero eso es todo. El ve un poco más a la señora Truscott, una mujer menuda y pálida que siempre está metiendo prisa a los niños para que suban o bajen del segundo coche pero David no se la ha presentado y él no ha tenido ocasión de hablar con ella. La vía Tokai es una avenida de mucho tráfico, peligrosa para los niños. No hay ninguna buena razón para que los Truscott crucen a su lado o para que él cruce al de ellos.